Todo empezó, como tantas cosas en esta vida, con una conversación entre dos amigos, con una apuesta que en un principio debió de sonar a fanfarronada. Durante un día de pesca, entre trago y trago, Howard Hawks aseguró a su amigo Ernest Hemingway ser capaz de realizar una gran película con la peor de sus novelas.
Si se mira bien, la de Encadenados (Notorious, 1946) es una historia de amor de lo más convencional. El resto es secundario: la trama de espionaje, el uranio como McGuffin (un año antes de Hiroshima, ojo), la ambientación en la alta sociedad de Río de Janeiro, el progresivo envenenamiento, el pérfido nazi enamorado perdidamente (magistral Claude Rains), la madre controladora (como la señora Bates, pero algo menos ajada). Todo ello es accesorio, un decorado necesario y maravilloso. Lo verdaderamente, lo únicamente importante de la película es el idilio frustrado entre Alicia Huberman y Devlin, encarnados por Ingrid Bergman y Cary Grant, guapísimos y maravillosos los dos; imposible encontrar reparto más adecuado.
“Sin embargo, de camino al bar pensé que todo acabaría mal. Parece absurdo, pero es cierto. No oía mis pasos, eran los de un hombre muerto” . La frase la pronuncia Walter Neff, el personaje interpretado por Fred MacMurray en Perdición, mediado el metraje del film. A MacMurray, a pesar de que todo ha salido bien, a pesar de que no hay ningún cabo suelto, le asalta de pronto esa molesta sensación.